19 julio 2007

A las dos de la madrugada y por teléfono las voces resuenan con un eco ronco que arrastra entre jirones del día las lágrimas que el humo no pudo conjurar y se quedaron en el borde sucio de las copas.
A las dos de la madrugada y en la oscuridad de la habitación –para que voy a encender la luz, será seguramente un momento- la sentí por vez primera más cerca que nunca. “Hace ya cuatro días que no lloro” y era una frase tan infantil en el fondo, me pareció un triunfo tan triste, que me dieron ganas de abrazarla. Pero probablemente, de tenerla al lado, tampoco lo hubiera hecho.
Charlamos un rato. Entre mis libros revueltos, entre sus ceniceros llenos, un vómito de palabras que no por ser eternamente las mismas pierden su poder amargo, iba levantando, sin embargo, uno de esos raros momentos de intimidad que aparecen cuando ya no se les espera.
“Anda, termina de cenar y vete ya a dormir.”
"Sí, y tú deberías hacer lo mismo, apaga el ordenador, qué andarás buscando a estas horas!”
(A ti)
“Nos vemos, no?”
“Sí, sólo es cuestión de tiempo


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