23 marzo 2006

Matriuskas

El recuerdo es como una de esas muñecas rusas que se abre y de ella sale otra y otra y otra, aunque en este caso sería más bien al contrario: un día condensas una historia de años en cuatro líneas y te quedas tan tranquila; pero horas después comienza a llegar el aluvión de recuerdos: de lo vivido, de lo escrito años más tarde recordando lo vivido, del momento en que lo escribiste, de las veces que lo has leído después...

Y ahora tengo una multitud de muñequitas rusas que me miran y se ríen: ésta es una de ellas:


Aquel verano, una tarde en que el sol como un enorme globo rojo y magnetizante caía muy lento sobre el horizonte y la playa pareció llenarse entera de gaviotas, nadé mar adentro detrás de ti, muy lejos, hasta que la orilla no fue más que una línea turbia en el celeste desvaído del atardecer. Y en aquella extensión azul, calma, sin olas, con el sol hundiéndose en el agua mecido por el desconcertante chillido de las gaviotas, yo me dejaba flotar como si me entregara voluntariamente en las manos de un antiguo dios que ya hubiese escrito mi destino, sin pensar, sin saber. Yo no sabía entonces, te juro que no sabía.

………

Me despertaba temprano, antes que nadie, todavía no hacía calor y la mañana aparecía limpia, prometedora. Al rato te sentía también despierta. ¿Qué podías pensar en aquellos amaneceres de julio con el cercano rumor de las olas llenando el silencio? ¿Por qué, igual que yo, no dormías? Y como ya empezaba a no creer en la casualidad de las coincidencias mi deseo se disfrazaba de intuición -cuantas veces después me habré engañado de esa misma manera- mientras imaginaba felices afinidades que te hacían más cercana, más igual a mí, menos inaccesible. Luego te levantabas pronto y sola. Al cabo de un rato, incapaz de soportar tu ausencia, me decidía por fin a seguirte y enseguida, desde la orilla te miraba levantar columnas de espuma en un mar azul denso. Y entre el temor –siempre aquel miedo- de que te molestara mi presencia y el deseo de seguir viéndote allí nadar desafiando a las corrientes frías, a la soledad de la playa en la mañana, a las olas que jamás te hacían parar o perder el ritmo, me quedaba –ya incapaz de hacer o decidir algo- sentada junto a tu ropa en la arena húmeda, envuelta en esa magia que sólo se hace posible a los diecisiete años, hasta que un rumor de voces –llegaban los demás y el hechizo quedaba roto- instauraba de nuevo la existencia del mundo para recordarme otra vez la dolorosa brevedad de los milagros.

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